La disolución de Vialidad Nacional, decretada por el gobierno de Javier Milei mediante el DNU 461/25, expone no solo una nueva etapa en el ajuste estatal, sino una reconfiguración profunda del control sobre el aparato de infraestructura nacional. Detrás del discurso de eficiencia y desregulación, el movimiento revela una disputa por la caja, los activos estratégicos y la capacidad del Estado para ejecutar obra pública

La medida, atribuida al ministro de Desregulación Federico Sturzenegger, pero ejecutada por el ministro de Economía, Luis “Toto” Caputo, se inscribe en una lógica clara: centralizar recursos, avanzar con liquidaciones de activos estatales y reducir personal, todo en nombre del ajuste fiscal. En la práctica, se trata de una jugada que permite al Ejecutivo absorber fondos presupuestarios no ejecutados y activar un circuito de venta de bienes inmuebles estatales con potencial interés para el sector privado.
De la obra pública a la caja
Los datos son significativos. Se estima que entre 400.000 y 500.000 millones de pesos en partidas asignadas a Vialidad podrían quedar bajo libre disponibilidad de la Tesorería Nacional, así como la posibilidad de embolsar hasta 200 millones de dólares por venta de terrenos e inmuebles viales considerados “innecesarios”.
En ese sentido, Caputo consolida el manejo directo de un área históricamente estratégica, tanto en lo económico como en lo político: la obra pública vial, motor de empleo, inversión federal y gestión territorial. En lugar de suprimir funciones, se redirige el control hacia dependencias más próximas al Palacio de Hacienda y se habilita la creación de una nueva Agencia de Control de Concesiones, que asumirá buena parte del rol regulador con foco en privatizaciones y concesiones.
Reducción de personal y resistencia creciente
El movimiento se completa con un objetivo no declarado: una reducción del 40 al 50% de la planta de personal de Vialidad. Actualmente, el organismo cuenta con más de 5.100 empleados, pero el plan del Ejecutivo es reducir esa cifra a menos de 3.000, en línea con la idea de “Estado mínimo”.
Esta decisión ya generó rechazo sindical y preocupación entre trabajadores, pero también alertas en el sector empresario. La Cámara Argentina de la Construcción (CAMARCO) advirtió sobre los riesgos de desmantelar la capacidad técnica y operativa del Estado para planificar, controlar y ejecutar obras en 30.000 kilómetros de rutas no concesionadas.
Desde las constructoras insisten: “La inversión en caminos y rutas no representa un gasto, sino una herramienta para crecer, generar trabajo y fortalecer el entramado productivo nacional”. Las provincias del interior, especialmente aquellas donde el Estado nacional es el principal actor en obras viales, podrían ver paralizados proyectos clave, sin alternativa privada a la vista.
Concentración y oportunidad inmobiliaria
Uno de los aspectos más discutidos entre técnicos del sector es la potencial habilitación de negocios inmobiliarios, especialmente a través de la venta de campamentos y terrenos de alto valor logístico en varias provincias. Estas operaciones se canalizarán mediante la Agencia de Administración de Bienes del Estado (AABE), que ya ha sido instrumental en otros procesos de venta de activos estatales.
Este capítulo reabre una tensión conocida: la función del Estado como garante del interés público versus su rol como actor económico con lógica de mercado. ¿Qué queda del Estado planificador cuando las tareas se fragmentan y se privatizan?
Más que ajuste: una estrategia de poder
La eliminación de Vialidad Nacional no es solo un gesto de achique fiscal. Se trata de una decisión con implicancias institucionales, federales y políticas. En un país donde las rutas son arterias del desarrollo económico y una herramienta de integración territorial, el desmantelamiento del organismo vial aparece como una señal clara del rumbo libertario: centralizar, monetizar y delegar al mercado.
Pero, al mismo tiempo, el decreto deja al desnudo desprolijidades administrativas, falta de precisión en las nuevas estructuras de gestión y un mapa de tareas aún indefinido. Esto amenaza con generar confusión operativa, vacíos legales y una mayor desconexión entre Nación y provincias.
En resumen, Caputo capitaliza el ajuste no solo como una meta fiscal, sino como una oportunidad para reconfigurar el poder estatal, desplazar actores históricos y transformar recursos públicos en activos líquidos o transables. Si la apuesta saldrá bien o detonará resistencias más amplias, es algo que aún está por verse.